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El lazo en tiempos de conflictividades exacerbadas

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Coordinaba el Observatorio de Violencia en las Escuelas cuando el bullying se instaló en la agenda mediática y luego en la pedagógica y social. Tuve, en ese entonces, la oportunidad de ser testigo de una escalada desconcertante de los conflictos en las escuelas. Problemas de convivencia habituales, incluso entre niñas y niños de muy corta edad, fueron el puntapié inicial de una demanda penal por parte de las familias y, en consecuencia, de la presencia de un abogado en la vida escolar.

Sobra aclarar que la judicialización de problemas de convivencia entre pares no contribuyó a pacificar las relaciones. Por el contrario, niños que dejaron de asistir a la escuela, padres preocupados por la Cámara Gesell a la que serían sometidos sus hijos, docentes a la defensiva frente a una posible denuncia daban cuenta de los efectos en el lazo de discursos que criminalizan a infancias y adolescencias, erosionan la confianza no sólo entre pares sino con también con la autoridad pedagógica y lesionan el entramado social.

Si bien fueron la excepción, resultaron suficientes para anticipar un clima de época. Han pasado doce años y la escalada, por no decir disparada, de los conflictos hasta límites que en otros tiempos no hubiéramos imaginado hoy es parte del cotidiano escolar.

El bullying y el retorno del paradigma punitivista

Parece una paradoja, pero en tiempos de concientización “antibullying”, los conflictos lejos de pacificarse se alimentan. Un apodo, un gesto burlón, la sustracción de útiles escolares, una foto subida a las redes pueden motivar una denuncia penal o la solicitud de cámaras de vigilancia. Lo que tiempo atrás considerábamos  “exploraciones o juegos sexuales” entre niños de 5 ó 6 años de edad hoy puede ser considerado un delito y dar lugar a la exposición del “abusador” o del “perpetrador” en los chats de familias. Las autoridades judiciales ordenan una restricción perimetral frente a agresiones entre dos estudiantes o a un conflicto entre la escuela y alguna familia.

El paradigma punitivista, basado en el control externo de los vínculos y en el castigo, que nuestro país dejó atrás una vez recuperada la democracia, retorna de la mano de las construcciones discursivas hegemónicas “antibullying”. Y lo hace de un modo aún más cruel. Si en su momento fue la disciplina rígida, los castigos y las amonestaciones, hoy niñas, niños o adolescentes pueden afrontar procesos penales, ser culpabilizados por la prensa por el suicidio de un compañero, recibir golpes por parte de un familiar que busca venganza o ver expuesta su intimidad en las redes.

No es casualidad ni mera coincidencia en el tiempo, sino el éxito del modo en que se visibilizó en nuestra sociedad un fenómeno de la vida escolar de larga data: el bullying. Si bien los gérmenes de la criminalización ya se encontraban presentes cuando Dan Olweus, psicólogo escandinavo, inició las primeras investigaciones sobre el tema, nuevo resultó el modo en que este rasgo se alimentó al calor de la época. Los estragos en el lazo no tardaron en hacerse sentir.

La exacerbación de la conflictividad pareciera ser un signo de los tiempos que nos toca vivir. Si hace una década atrás nos desconcertaba la participación de un estudio jurídico frente a un problema de convivencia entre niños en las escuelas, hoy buena parte de la sociedad lo ve con buenos ojos, cuando no lo reclama.

Situaciones que parecen menores, que tiempo atrás las escuelas resolvían con relativa soltura, hoy exceden las estrategias y recursos que antes disponían para hacerles frente. Difícil resultar apaciguar, pacificar, reponer la experiencia de lo común que supone convivir junto a otros frente a conflictos por mínimos que a simple vista parezcan. El término escalada, propio de la literatura sobre resolución de conflictos, resulta insuficiente para describir lo que sucede; tal vez más preciso sería referirnos a “disparada”.

¿Cómo explicar el creciente y preocupante aumento de la conflictividad en las instituciones educativas?  Sin ánimos de exhaustividad ni de formular aseveraciones concluyentes, más bien a modo de pensamiento en voz alta, me interesa sostener como hipótesis la concurrencia de tres rasgos de época: los efectos de las construcciones discursivas sobre el bullying, a las que hasta aquí me he referido, el auge de las redes como espacio donde hacer lazo y los efectos de malestar de una pandemia que puso en jaque el modo en que vivíamos y nos confrontó con la vulnerabilidad de la condición humana. Me referiré brevemente a estos dos últimos.

Conflictos 3.0

Cómo impactan las nuevas tecnologías de la información y la comunicación en los modos en que nos vinculamos es una pregunta que no podemos pasar por alto quienes nos proponemos pensar la convivencia en las escuelas en las actuales condiciones de época. Los especialistas refieren a una cada vez mayor continuidad en los vínculos que tienen lugar en los entornos digitales y en presencia física, al punto tal que la denominación “espacio virtual” ha caído en desuso. Mientras que este término se refiere a aquello que es aparente pero no real, lo que sucede en estos entornos, lejos de constituir una representación de la realidad, es la realidad misma.

Conflictos que se inician en la escuela continúan en las redes y viceversa, provocando una escalada de los conflictos inusitada. Paradójicamente, y en numerosas ocasiones, tienen lugar por fuera de la mirada docente mientras que adquieren gran visibilidad para el resto. El aula ya no es ese espacio cercado, cerrado, que dio origen al término. Las paredes se vuelven transparentes, nuevos actores irrumpen. La perplejidad y el desconcierto sobrevienen.

Sin ánimos de demonizar, ya que es mucho lo que nos posibilitan las redes, salir al afuera sin afuera durante el confinamiento en nuestros hogares, reunirnos con amigos, familiares o colegas que viven lejos, entre tantos otros, podemos sostener que algunos rasgos que asumen los vínculos cuando tienen lugar en los entornos digitales se prestan a la escalada de los conflictos y a las violencias.

Hipervisibilidad y perdurabilidad tal vez sean los más evidentes. Las redes son multiplicadoras de contenidos por excelencia por lo que todo lo que allí circula alcanza a una cantidad exponencial de usuarios. Por otra parte, por más que nos arrepintamos de una publicación, lo que se sube a las redes allí queda, “grabado en piedra”. El malestar, el dolor, la humillación se acrecientan frente a una exposición sin límites.

Pero también nos interesa analizar las representaciones sobre el otro y cómo inciden en los modos en que nos vinculamos cuando median las pantallas. Cuando el cuerpo, no sólo el propio sino también el encuentro con el cuerpo del otro, que siempre nos hace vulnerables, pareciera no estar presente y todo acto se encuentra a tan sólo un click, los vínculos se vuelven más propicios a la compulsión y menos a la reflexión.

¿Cómo funciona la construcción del otro como semejante, como un límite ético que acota nuestros actos o palabras, cuando median las pantallas?, ¿cómo se acrecienta la incógnita acerca de quién es el otro cuando no contamos con su presencia física?, ¿cómo incide la búsqueda incesante e inmediata de popularidad en las expresiones de violencia que tienen lugar en las redes?, ¿cómo nos relacionamos con el otro cuando todo pareciera estar a tan sólo un click y los cuerpos parecieran estar a salvaguarda? Son algunos interrogantes insoslayables para quienes nos proponemos una lectura de los vínculos a la luz de las actuales coordenadas de época.

Trás llovido, mojado: efectos de malestar de la pandemia

Finalizada la medida de confinamiento, el “regreso a la presencialidad” fue muy esperado pero no estuvo exento de conflictos y tensiones. La vuelta a las aulas significó el aumento de situaciones de violencia y, en consecuencia, el retorno de los discursos que se autodenominan “antibullying”. Toda sociedad echa mano a los significantes que encuentra disponibles para nombrar el malestar que la aqueja y  “bullying” es sin lugar a dudas uno de ellos. Sin embargo, ¿es el bullying hoy nuestro problema?

No digo que no haya bullying en las escuelas ni pretendo desmerecer la importancia de que se visibilice para ponerle fin. Las escuelas no pueden quedarse impávidas frente a situaciones de violencia entre pares sino que deben intervenir para garantizar el derecho que ampara a niñas, niños y adolescentes a sentirse seguros en la escuela. Lo que se cuestiona es la reproducción acrítica de miradas perezosas o reduccionistas, que desconocen los padecimientos subjetivos que niñas, niños, adolescentes y jóvenes atraviesan, más allá del bullying. Desgano, apatía, dolor, miedo o ansiedad frente a la pérdida o a la potencial pérdida, sensación de un futuro incierto cuando no amenazante o de ausencia de un sentido de la vida, espacios de socialización que se vieron interrumpidos, lazos familiares y de amistad que se vieron afectados son, entre otros, padecimientos subjetivos que la pandemia -y las necesarias medidas sanitarias- produjo.

Depositar todo el malestar en el bullying puede tranquilizarnos momentáneamente pero encuentra pronto su techo. Da cuenta de una sociedad dispuesta a dar vuelta la página y dejar atrás los dolores que le tocó y aún toca atravesar, sin embargo éstos retornan bajo diferentes expresiones. La angustia, que se expresa bajo las máscaras de la violencia, puede ser también uno de ellos. Por eso nos preocupa el resurgimiento de los discursos “antibullying”: cuando el paradigma punitivo retorna, la preocupación por el amparo de nuestras jóvenes generaciones queda, una vez más, relegada de la agenda de prioridades.

Echar mano a un único significante no sólo obtura la reflexión y la circulación de la palabra sino que agrava aún más la situación. Tras los padecimientos provocados por la pandemia, aquellos derivados de la demonización y criminalización, ya sea que tomen la forma de una denuncia, la acusación por el suicidio de un compañerito, la concurrencia de un familiar con ánimos de venganza o la exposición de la intimidad en las redes. Sobre llovido, mojado.

Siempre, pero hoy más que nunca, es preciso distanciarnos de discursos que sostienen la representación del otro como peligro o riesgo al acecho. Porque la restitución de nuestro entramado social, aquello que vuelve comunidad a un conjunto de personas, es condición necesaria para que podamos elaborar el encuentro con la vulnerabilidad estructural de la condición humana que la pandemia reedita. Es condición para que podamos ayudar a nuestras jóvenes generaciones a poner en sus propias palabras aquello que les sucede (no a través de significantes estandarizados como podría ser “bullying”), a hacer lugar al dolor y, fundamentalmente, para ofrecerles un futuro posible a través de experiencias que movilicen el deseo, único antídoto frente a lo mortificante que nos tocó atravesar. El resurgimiento de discursos que promueven la representación del otro como enemigo, como riesgo o fuente de peligro, corroe el entramado social y va en desmedro de una respuesta colectiva, imprescindible en los tiempos que corren. Porque nadie se salva sólo.

El texto retoma planteos formulados en “Conflictividad y escuela. Pensar los espacios de la intervención en la convivencia institucional”, en coautoría con María Beatriz Greco, publicado recientemente por la Editorial Homo Sapiens.

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