“¡Hola! ¿Puedo confesar?”, pregunta Romina en el confesionario de su escuela.
Sí, sí, mandale. Lorena, de segundo cuarta, se cree Milipili y no es nadie. La voy a cagar a trompadas”, expresa. Cuando al día siguiente entran al aula, sus compañeros, divertidos, festejan el comentario, llaman en tono irónico Milipili a Romina, alientan a las jóvenes a que peleen en un cuadrilátero de box improvisado. |
En tiempos de pantallas, los conflictos que se inician en las redes encuentran continuidad en la escuela y viceversa. Alcanzan alta visibilidad para la comunidad en su conjunto mientras que, paradójicamente, suelen ocurrir por fuera de la mirada docente. Frases habituales como “en el aula cierro la puerta y hago lo que quiero” pierden sentido cuando las paredes se vuelven transparentes. La complejidad y el desconcierto sobrevienen.
La escisión entre la vida digital y la analógica es hoy una falacia. Tanto es así que el término “virtual”, que según el Diccionario de la Real Academia refiere a aquello que no tiene existencia real sino aparente, ha caído en desuso: es tan real lo que sucede en uno como en otro espacio.
En las redes, multiplicadoras de contenido por excelencia, la audiencia aumenta de modo exponencial. Son un ejemplo los “confesionarios”. A imagen y semejanza del programa Gran Hermano, las y los estudiantes opinan sobre sus pares, relatan situaciones que vivencian en la escuela o incluso en su ámbito familiar que, tiempo atrás, hubiéramos considerado íntimas o privadas. “Opiná de @xxxx, @xxxx y @xxxx”. “Elegí a alguien para bardear”, “Martina se hace la linda”, “A Pedro no le da la cabeza”, “La de Matemática está re buena, todos le quieren caer”, confiesan.
No son sólo los confesionarios. Peleas en las plazas de la localidad o en las cercanías de la escuela son organizadas y convocadas a través de Instagram, alcanza con un teléfono celular para que sean filmadas y puestas a circular en las redes. Una fotografía, ya sea real o creada a través de una aplicación, información que compromete la vida privada de una persona, pueden ser difundidas sin control y sin límites.
Además, en las redes pareciera no haber derecho al olvido. Todo contenido, sea generado por su protagonista o por terceros, persiste o permanece una vez que se viraliza. Los conflictos escalan, o más preciso sería decir disparan, cuando encuentran repercusión en los entornos digitales.
La popularidad como valor de la época
Un grupo de varones de tercer año publica en las redes fotografías creadas con una aplicación de sus compañeras desnudas. Las fotos se viralizan. Malena, avergonzada por la exposición de su intimidad, se ausenta a la escuela. Los demás varones del curso reprueban su comportamiento, los acusan de “abusadores”, se producen algunos episodios de violencia física entre ellos.
Luego de conversar con la tutora y la rectora de la escuela, advierten el daño que causaron a sus compañeras. Comentan que lo hicieron porque les pareció divertido, pero que no midieron las consecuencias. Algunos dicen que se dejaron llevar por los demás. Se sienten arrepentidos y quisieran bajar las fotos, pero éstas ya se propagaron incluso a estudiantes de otras escuelas. |
“En un futuro, todo el mundo será famoso durante quince minutos”, sostuvo el artista plástico, Andy Warhol. Si bien la frase aludía a las idolatrías efímeras creadas por los medios de comunicación de masas, supo anticiparse a su época.
Hoy la “popularidad” se erige como un valor o un bien preciado para los adolescentes y jóvenes pero también para las personas adultas. En las redes, una vidriera donde mostrar y ser mirado, la búsqueda de reconocimiento puede llegar a límites insospechados. Peleas entre estudiantes, el destrozo de un aula, entre otras escenas ya sean reales o ficticias, son publicadas con el fin de adquirir aprobación social, “destellos brillantes de pseudoplacer, tan vacíos como seductores”, como los describió el creador del ícono del pulgar hacia arriba.
En esta incesante búsqueda, “la exhibición de la intimidad cotiza en alza”, sostiene la escritora Mariana Martinez. La brecha entre lo que consideramos público y lo privado se redefine en consecuencia.
La necesidad de reconocimiento es propia del sujeto humano. Entonces, ¿qué es lo nuevo? Tal vez los mandatos de exhibir y de mirar, la exigencia de inmediatez y de capturar el instante, la ilimitada visibilidad y la oportunidad de ser reconocido a tan sólo un click.
Destellos de pseudoplacer
Román cursa segundo año de la escuela secundaria. Le envía por whatsapp a Sabrina un mensaje con alto contenido erótico. Sabrina, perturbada, ofendida, comenta lo sucedido a su mamá quien, a su vez, lo plantea en la escuela. Sabrina muestra el mensaje a una de sus mejores amigas quien lo comparte con otros compañeros del curso.
“Lo hice porque era un desafío, tenés que hacerlo si querés ser alguien en el grupo”, responde Román cuando le preguntan por qué mandó el mensaje.
Sin embargo, sus compañeros censuran su comportamiento y lo cancelan en las redes. Escriben en su pupitre mensajes tales como “No es no”, “abusador”, “violador”. |
“No sé lo que quiero pero lo quiero ya”. La estrofa, entonada por el cantante de SUMO y replicada en pintadas callejeras, anunciaba ya hacia fines de los ochenta un signo de la época: el empuje a la satisfacción inmediata de las pulsiones. Un empuje que se alimenta en tiempos de tecnologías digitales, cuando cualquier acto se encuentra a tan sólo un click de su concreción y parece no haber imposibles.
En “Psicología de las masas y análisis del yo” (1920), Freud define la identificación como el lazo más temprano entre un individuo y otro, que resulta estructurante de la constitución identitaria y es, a la vez, el basamento del lazo social. Cuando una figura referencial se instala como modelo en la constitución subjetiva, hablamos de una identificación por la vía del ideal. En tanto supone un modelo, un ser a construir, este modo de identificación se caracteriza por su alta capacidad simbólica para orientar a los sujetos, para demandar la renuncia a la satisfacción inmediata de las pulsiones al servicio del lazo. Pero esa renuncia no es sin nada a cambio: vuelve posible a los sujetos ser parte de una cultura, incluirse en el entramado social.
Ahora bien, “En las actuales condiciones de época, en la que no se ve facilitada la construcción de identificaciones por la vía del ideal (…), el sujeto construye otras más efímeras e inestables. Si décadas atrás “ser alguien” era una expresión que orientaba el deseo de completar los estudios, en los 90 refería a “tener” las zapatillas de una determinada marca, y hoy “ser alguien” es ganar popularidad, like, me gusta o seguidores en las redes. El problema es que las identificaciones por la vía del ideal, en tanto se trata de un ser a alcanzar, poseen alta capacidad para orientar a los sujetos y el modo en que se relacionan con los otros. Pero ¿tienen esa misma capacidad las identificaciones cuando se encuentran a tan sólo un click?” (Campelo, A. Greco, B, 2024). Son “destellos de pseudoplacer, tan seductores como vacíos”, en palabras del creador del botón “Me gusta” quien pronto advirtió sobre sus efectos perjudiciales. “No todo lo que brilla es oro”, como bien dice el refrán popular.
Cuando todo parece estar a tan sólo un click, pareciera haber más lugar para la compulsión y menos para la reflexión. Son un ejemplo los retos o los desafíos que las y los estudiantes actúan muchas veces empujados por las expectativas del grupo de pares, como modo de ser aceptados o de “ser alguien”, sin medir sus posibles efectos.
Porque, además, cuando los cuerpos parecen estar a salvaguarda, pareciera no haber imposibles. Las pantallas pueden actuar como defensa frente a la vulnerabilidad del encuentro entre los cuerpos. El cuerpo nos hace vulnerables, no sólo la exposición de nuestro cuerpo sino también el encuentro con el cuerpo del otro. “Impossible is nothing. Just do it”, “Nada es imposible, sólo hazlo”, el slogan publicitario de una marca de zapatillas, no casualmente allá por la década de los 90, pierde sentido cuando el cuerpo nos confronta con la vulnerabilidad estructural del sujeto humano.
El otro como objeto de interpretación
“Este sábado festejo mi cumple, ¿vienen?”, pregunta Ariana en el grupo de whatsapp que comparte con sus amigas. Ya han pasado dos horas, revisa varias veces su celular, pero ninguna de ellas ha respondido aún. Me “clavaron el visto”, piensa ofendida cuando decide salir del grupo.
Al día siguiente en la escuela, Florencia le pregunta por qué se fue del grupo. “Claro, ¡cómo no voy a ir! Te iba a responder pero estaba en otra”, responde frente al reproche de su amiga. |
“Le pegué porque me miró mal” o “porque se hace la linda”, “siento que me está mirando” son, entre otras, frases que dan cuenta de que el otro es siempre objeto de interpretación. La interpretación es inherente a la comunicación y, en consecuencia, también lo son malentendidos y conflictos, sin embargo éstos se acrecientan cuando median las pantallas.
Siempre y necesariamente, la respuesta acerca de quién es el otro, de qué lugar tenemos en él, está teñida por nuestra propia subjetividad. Atribuimos un sentido a sus palabras y a sus actos, lo interpretamos, pero ese sentido muchas veces da cuenta de los anteojos con los que nosotros miramos.
El otro en su radical diferencia constituye un enigma, pero detrás de la pantalla pareciera haber más contenido a interpretar. Incógnitas que cuando interactuamos en presencia física podrían despejarse rápidamente a través de tonos, gestos, miradas, posiciones corporales o a través de una respuesta a tiempo, se alimentan cuando no contamos con esta retroalimentación que puede suponer la presencia del otro.
Expresiones habituales de los tiempos que corren: “Me clavó el visto”, “me apagan las cámaras”, dan cuenta de cómo en tiempos de pantallas el márgen para que pongamos en el otro lo que es nuestro se amplía. Los motivos por los que alguien lee un mensaje y no lo responde de inmediato o por los que presencia una clase sin encender la cámara pueden ser muchos, sin embargo, lo interpretamos como una falta de atención o de interés en el intercambio.
El otro como semejante aun detrás de la pantalla
En la reunión de familias de quinto grado B, los padres se quejan porque ya en varias oportunidades sus hijos vuelven a casa sin sus útiles escolares. Néstor y Gustavo se dirigen a la docente con expresiones algo agresivas y un tono de voz elevado, monopolizan la conversación e interrumpen con frecuencia a los demás padres.
Finalizada la reunión, Carolina, una de las madres, abre un grupo de whatsapp “Comunicación sin gritos”, sin la participación de Néstor y Gustavo.
“Así hablamos entre nosotros sin estos dos psicóticos” escribe. “Perdonen, pero no estoy de acuerdo con las agresiones, ni en este grupo ni en ningún otro”, responde Amalia.
Carolina se disculpa. El grupo deja de funcionar. Amalia sospecha que se ha creado un nuevo grupo: “sin gritos” y sin ella.
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El otro constituye un límite ético en tanto el encuentro con el dolor, la humillación, el malestar que podemos provocarle acota nuestras palabras o actos.
Cuando interactuamos en presencia física, las miradas, los gestos, las posiciones de nuestro interlocutor nos ayudan a comprender rápidamente los efectos de nuestras acciones. En cambio, cuando no contamos con la proximidad del cuerpo del otro, registrar o percibir en forma directa e inmediata el malestar que podemos provocarle se vuelve impreciso. El límite se diluye.
Sin embargo, la concepción del otro como nuestro semejante, quien es diferente a uno mismo pero igual en derechos, vale tanto para el entorno digital como para el analógico. El otro es nuestro semejante también detrás de la pantalla.
Por eso es importante reflexionar con niñas, niños y adolescentes para que tengan presente al otro, para que comprendan que las pautas de cuidado que regulan la convivencia en presencia física, son igualmente válidas en los entornos digitales, que siempre hay alguien del otro lado de la pantalla que puede sentir incomodidad, daño u ofensa por nuestros actos, y que puede hacernos sentir de igual modo. Reflexionar que el entorno es digital, pero no necesariamente lo son los vínculos e indudablemente no lo somos los sujetos que allí interactuamos.
Por Ana Campelo